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En los últimos días, Chile ha sido testigo de un despliegue mediático sin precedentes: camiones militares, retenes móviles, caravanas policiales y drones recorriendo las calles. Todo esto frente a poblaciones que sufren la violencia del narcotráfico desde hace años. Pero lo que debiese ser una acción firme y sostenida contra el crimen, parece haberse convertido en un show, pagado con los impuestos de todos —especialmente de las PYMES que sostienen la economía del país—.
Las pequeñas y medianas empresas no solo pagan impuestos. Son, además, el motor real de la economía nacional. Sostienen el empleo, mantienen barrios activos, dan oportunidades donde el Estado no llega y permiten que miles de familias vivan con dignidad. Sin embargo, en el debate sobre seguridad pública, las PYMES suelen ser las grandes olvidadas. Son blanco fácil del crimen, pero invisibles para la política de protección.
Es hora de decirlo fuerte y claro: la seguridad también es una inversión social, y debe incluir a quienes trabajan, producen y generan valor real al país. Proteger a una PYME no es solo proteger su caja registradora, es cuidar la vida de sus trabajadores, es mantener viva la economía local, es sostener la dignidad de quien emprende con esfuerzo, sin favores, sin subsidios, sin redes de protección política. Las PYMES no pueden seguir siendo víctimas invisibles de un sistema que mira hacia otro lado cuando la violencia toca su puerta.
Todo el aparataje desplegado tiene un costo. Un costo enorme. Carabineros movilizados desde distintos puntos del país, horas de vuelo de helicópteros que consumen recursos altísimos, combustible pagado con fondos públicos, logística compleja, cierres de calles, operativos de alto impacto, y por si fuera poco, el montaje de puntos de prensa con micrófonos, iluminación y discursos que repiten promesas ya escuchadas una y otra vez. Pero más allá de lo que se muestra en televisión, cabe preguntarse con seriedad: ¿cuántos detenidos reales quedan luego de estos operativos? ¿Cuántas bandas delictuales son realmente desarticuladas con pruebas concretas? ¿Cuántos procesos judiciales se abren con respaldo, y cuántos terminan en nada?
Porque la seguridad no puede ser un evento planificado para el prime time. No se resuelve con una marcha militar por el barrio ni con gendarmes tomándose selfies en las poblaciones más golpeadas por el crimen. Se necesita mucho más que presencia uniforme y flashes de cámaras. Se necesita inteligencia policial, operativos sostenidos, justicia efectiva, reinversión en el tejido social y, sobre todo, voluntad política real, que actúe más allá del impacto comunicacional del día. La seguridad debe ser una política de Estado, no un gesto de imagen.
Las pequeñas y medianas empresas no solo pagan impuestos. Son, además, el motor real de la economía nacional. Sostienen el empleo, mantienen barrios activos, dan oportunidades donde el Estado no llega y permiten que miles de familias vivan con dignidad. Sin embargo, en el debate sobre seguridad pública, las PYMES suelen ser las grandes olvidadas. Son blanco fácil del crimen, pero invisibles para la política de protección.
Mientras edificios públicos cuentan con guardias, sistemas de monitoreo y cercos de seguridad, las PYMES —que muchas veces operan en sectores vulnerables— enfrentan solas la amenaza constante de asaltos, robos, extorsión o violencia. No reciben blindaje, ni cámaras financiadas por fondos públicos, ni cobertura noticiosa cuando sufren pérdidas. A lo más, reciben recomendaciones básicas: “pongan más rejas”, “aseguren mejor sus cortinas metálicas”, “eviten abrir de noche”. En resumen: resígnense a vivir con miedo. Protéjanse como puedan.
Esta precariedad en la protección no solo es injusta, es absurda desde cualquier perspectiva estratégica. Si se busca estabilidad, crecimiento, desarrollo territorial, recuperación postpandemia o reducción de desigualdad, proteger a las PYMES no es opcional, es fundamental. No se puede hablar de seguridad si quienes sostienen la economía popular están abandonados. Y no se puede hablar de justicia si el comerciante de barrio queda desprotegido mientras se cuidan las vitrinas de los centros financieros.
Es hora de decirlo fuerte y claro: la seguridad también es una inversión social, y debe incluir a quienes trabajan, producen y generan valor real al país. Proteger a una PYME no es solo proteger su caja registradora, es cuidar la vida de sus trabajadores, es mantener viva la economía local, es sostener la dignidad de quien emprende con esfuerzo, sin favores, sin subsidios, sin redes de protección política. Las PYMES no pueden seguir siendo víctimas invisibles de un sistema que mira hacia otro lado cuando la violencia toca su puerta.
Lo más doloroso no es solo la delincuencia. Es la falta total de Estado. No hay presencia efectiva en las poblaciones, en los cerros, en los sectores productivos abandonados. No hay salud oportuna, no hay educación transformadora, no hay inversión pública sostenida. Y cuando llega el Estado, lo hace tarde, con un operativo mediático que dura lo que dura el ciclo de noticias.
Los ciudadanos no estamos pidiendo favores. Estamos exigiendo lo que nos corresponde: un país con instituciones que funcionen, con políticas que respondan a la realidad, no a las encuestas, con un gobierno —sea cual sea su color político— que deje de hablar de futuro mientras el presente se desangra.
En Chile ya no hace falta que el gobierno declare un toque de queda. Nos lo hemos impuesto solos. No porque queramos, sino porque la inseguridad nos obliga.
Miles de familias adelantan sus rutinas. Los niños ya no juegan en la calle. Los locales cierran temprano. Las personas se apresuran para llegar a casa antes de que oscurezca. Y no por respeto a una ley, sino por miedo. Miedo a lo que pueda pasar si alguien toca la puerta de noche, si un auto sin patente ronda la cuadra, si se escucha un disparo a lo lejos.
Este encierro forzado es la prueba más brutal de que el Estado fracasó en su deber más básico: garantizar la libertad de vivir sin temor. Nos quitaron la calle, el comercio nocturno, la tranquilidad. Y lo más grave es que nos acostumbramos a ello. Lo normalizamos.
Pero no hay nada normal en vivir encerrados por miedo. No hay nada democrático en tener que protegernos como si estuviéramos en guerra, mientras quienes deben cuidarnos montan operativos para las noticias del día.
¿Hasta cuándo Chile será conducido por la inmediatez, por el miedo al trending topic, por el cálculo comunicacional del momento? Cada vez que una situación se vuelve viral o genera indignación colectiva, se activa la maquinaria estatal. Aparecen ministros en terreno, operativos relámpago, frases rimbombantes, medidas de corto plazo. Pero la reacción no es gobernanza. Gobernar no es responder al escándalo de la semana: es anticiparse a los problemas, prevenir, planificar, transformar de forma sostenida.
Hoy estamos ante un Estado que responde, pero no propone. Que corre, pero no lidera. Que actúa bajo presión, pero no construye confianza. Y esa lógica reactiva se ha vuelto crónica. Las autoridades esperan que estalle una crisis —una balacera, un portonazo, un asesinato, un campamento tomado— para recién ahí aparecer con soluciones apresuradas, parches discursivos y promesas que, en la mayoría de los casos, se diluyen con el paso de los días.
El problema de fondo no es solo la delincuencia. Es la ausencia de un plan país real y coherente, sin luces ni cámaras, sin guiones preparados ni tiempos de televisión. Un plan que vaya más allá del calendario electoral. Un proyecto que entienda que la seguridad no se improvisa. Que no se delega en operativos esporádicos. Que no se puede maquillar con estética de fuerza cuando falta fuerza institucional de verdad.
Chile necesita volver a confiar. Y para eso, necesita autoridades que trabajen en silencio, con convicción, con metas claras, con políticas públicas evaluables, no con slogans. Necesita gobiernos que rindan cuentas por resultados concretos, no por cuántos likes tuvieron sus anuncios. Porque la seguridad no es una vitrina para subir en las encuestas. Es un derecho humano básico, y su fracaso tiene costos profundos: miedo, desigualdad, rabia, y pérdida de libertad.
Mientras no entendamos esto, seguiremos atrapados en un ciclo eterno de reacción tras reacción, crisis tras crisis, decepción tras decepción. Y los únicos que pierden son siempre los mismos: los ciudadanos que siguen esperando respuestas.
Chile ya no aguanta más montajes. No estamos hablando solo de luces, cámaras y despliegues. Estamos hablando de una sociedad que vive con miedo real, de familias que cierran temprano, de trabajadores que deben cruzar zonas tomadas por el narcotráfico para llegar a sus empleos. De comerciantes que han sido asaltados más de una vez, sin que nadie los escuche.
Y mientras eso pasa, el país sigue administrado desde una sala de edición. Con autoridades que actúan para las cámaras, no para su pueblo. Con legisladores que se paralizan en debates infinitos. Con un Estado que no llega a tiempo, no protege a tiempo y no transforma a tiempo.
La rabia que sentimos como ciudadanos no es ideológica. Es vivencial. Nos están dejando solos. Y lo mínimo que exigimos es presencia, acción y dignidad.
La seguridad no puede seguir siendo un show pagado por quienes más sufren su ausencia.No queremos más titulares. Queremos cambios.No queremos más blindajes para las autoridades, mientras se desprotege al pueblo.Queremos país. Queremos Estado. Queremos futuro.
Este boletín no busca agitar. Busca despertar.Porque construir un país no es un operativo. Es una responsabilidad compartida.
Y cuando el Estado se ausenta de su deber más básico —proteger a su gente—,no hay cortina de humo que tape la verdad.
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